miércoles, 9 de julio de 2014

Tu cuento, mi cuento, nuestro cuento


Érase una vez un país llamado Andalucía en el que sus habitantes se caracterizaban por su amor hacia sus tradiciones, su jovialidad y su sentido de la hospitalidad . Esto se comprueba por la facilidad con la que en él se instalaron todos los pueblos de la antigüedad y la confraternización a la que llegaban los andaluces con los invasores. La historia fue modelando su carácter y los hizo capaces de convivir con las peores circunstancias siempre con una sonrisa en los labios y una resignación que les hacía soportar todas las desgracias sin buscar sus orígenes para intentar alejar las causas que las producían. Achacar a la mala suerte el presente y mirar hacia otro lado cuando alguien les proponía una alternativa a la situación era su comportamiento más habitual.

Mira por donde, un día llegó al poder un rey que fundamentalmente sólo se preocupaba de ir acumulando riquezas y de situar a toda su corte en los puestos más favorecidos de la sociedad para que le ayudaran a mantenerse en el trono y, de camino, aumentasen sus riquezas como pago al sostenimiento de una dinastía que sabían los daños que estaba causando a los andaluces.

Mientras tanto, y así por más de treinta largos años, el reino fue perdiendo posiciones con respecto a los pueblos vecinos y la incultura y la pobreza campaban por sus fueros y hacían que los andaluces se fueran convirtiendo en unos seres de segunda fila sólo capaces de ser mano de obra barata para su clase dirigente o para sus pueblos vecinos. Los jóvenes andaluces vagaban por las calles en busca de las limosnas que recibían de sus soberanos esperando un día formar parte de la clase dirigente para cambiar sus vidas y alcanzar un futuro. Pero su comportamiento era igual de dócil que el de sus antepasados y nada hacía pensar en que cambiase.

Y conforme pasaba el tiempo se hacía más fuerte en los andaluces la idea de que no podían luchar contra la situación reinante y el atavismo les impulsaba a no mover un dedo para cambiar el sentido de la historia e incluso a mostrar cierto afecto hacia su soberano para no exponerse a su ira y sucumbir a las mayores de la vejaciones.
Cada cierto tiempo el rey convocaba a sus súbditos para que expresaran su opinión sobre su reinado y estos, ya por miedo, ya porque eran beneficiarios de la magnanimidad de su monarca, porque aspiraban a serlo o por su fatalismo histórico aprobaban la gestión de una corona que los hundía paso a paso en la más profunda de las ciénagas anulando su sentido del valor de su opinión y de la posibilidad que tenían de cambiar el devenir de la historia con la desaprobación de la forma de gobernar de su monarca.

El amiguismo, el nepotismo más evidente y el aprovechamiento de la incultura de gran parte de su pueblo hacía que el monarca se sintiese cada día más seguro de su fuerza y de que no dudara en mantener sus privilegios y los de aquellos que lo rodeaban aún a costa del sufrimiento y la desgracia del resto de sus vasallos.

Un bue n día resulta que heredó la corona una princesa que no había sido preparada para reinar y el pueblo llano quedó prendado de su persona aunque en los primeros tiempos de su reinado demostró que no iba a cambiar la situación heredada de sus antepasados. Como asesor y protector se hizo acompañar de un escudero que había luchado con gran esfuerzo por pertenecer a la corte y así poder tomar decisiones en el gobierno del reino. Entre ellos dos continuaban haciendo lo posible por no sacar a la luz los errores de otros cortesanos que se habían lucrado con el sudor del pueblo llano y que habían convertido al país andaluz en el centro de todas las críticas de los pueblos vecinos y de los pueblos más alejados. .

Y los plebeyos a lo suyo, llenar sus bolsillos los unos y vaciar sus estómagos los más. Pero, eso sí, manteniendo la sonrisa y esperando que el futuro fuese el que cambiase las cosas sin hacer nada por construir dicho futuro.