Érase
una vez un país llamado Andalucía en el que sus habitantes se
caracterizaban por su amor hacia sus tradiciones, su jovialidad y su
sentido de la hospitalidad . Esto se comprueba por la facilidad con
la que en él se instalaron todos los pueblos de la antigüedad y la
confraternización a la que llegaban los andaluces con los invasores.
La historia fue modelando su carácter y los hizo capaces de
convivir con las peores circunstancias siempre con una sonrisa en los
labios y una resignación que les hacía soportar todas las
desgracias sin buscar sus orígenes para intentar alejar las causas
que las producían. Achacar a la mala suerte el presente y mirar
hacia otro lado cuando alguien les proponía una alternativa a la
situación era su comportamiento más habitual.
Mira
por donde, un día llegó al poder un rey que fundamentalmente sólo
se preocupaba de ir acumulando riquezas y de situar a toda su corte
en los puestos más favorecidos de la sociedad para que le ayudaran a
mantenerse en el trono y, de camino, aumentasen sus riquezas como
pago al sostenimiento de una dinastía que sabían los daños que
estaba causando a los andaluces.
Mientras
tanto, y así por más de treinta largos años, el reino fue
perdiendo posiciones con respecto a los pueblos vecinos y la
incultura y la pobreza campaban por sus fueros y hacían que los
andaluces se fueran convirtiendo en unos seres de segunda fila sólo
capaces de ser mano de obra barata para su clase dirigente o para sus
pueblos vecinos. Los jóvenes andaluces vagaban por las calles en
busca de las limosnas que recibían de sus soberanos esperando un
día formar parte de la clase dirigente para cambiar sus vidas y
alcanzar un futuro. Pero su comportamiento era igual de dócil que el
de sus antepasados y nada hacía pensar en que cambiase.
Y
conforme pasaba el tiempo se hacía más fuerte en los andaluces la
idea de que no podían luchar contra la situación reinante y el
atavismo les impulsaba a no mover un dedo para cambiar el sentido de
la historia e incluso a mostrar cierto afecto hacia su soberano para
no exponerse a su ira y sucumbir a las mayores de la vejaciones.
Cada
cierto tiempo el rey convocaba a sus súbditos para que expresaran su
opinión sobre su reinado y estos, ya por miedo, ya porque eran
beneficiarios de la magnanimidad de su monarca, porque aspiraban a
serlo o por su fatalismo histórico aprobaban la gestión de una
corona que los hundía paso a paso en la más profunda de las
ciénagas anulando su sentido del valor de su opinión y de la
posibilidad que tenían de cambiar el devenir de la historia con la
desaprobación de la forma de gobernar de su monarca.
El
amiguismo, el nepotismo más evidente y el aprovechamiento de la
incultura de gran parte de su pueblo hacía que el monarca se
sintiese cada día más seguro de su fuerza y de que no dudara en
mantener sus privilegios y los de aquellos que lo rodeaban aún a
costa del sufrimiento y la desgracia del resto de sus vasallos.
Un
bue n día resulta que heredó la corona una princesa que no había
sido preparada para reinar y el pueblo llano quedó prendado de su
persona aunque en los primeros tiempos de su reinado demostró que no
iba a cambiar la situación heredada de sus antepasados. Como asesor
y protector se hizo acompañar de un escudero que había luchado con
gran esfuerzo por pertenecer a la corte y así poder tomar decisiones
en el gobierno del reino. Entre ellos dos continuaban haciendo lo
posible por no sacar a la luz los errores de otros cortesanos que se
habían lucrado con el sudor del pueblo llano y que habían
convertido al país andaluz en el centro de todas las críticas de
los pueblos vecinos y de los pueblos más alejados. .
Y los
plebeyos a lo suyo, llenar sus bolsillos los unos y vaciar sus
estómagos los más. Pero, eso sí, manteniendo la sonrisa y
esperando que el futuro fuese el que cambiase las cosas sin hacer
nada por construir dicho futuro.
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